Las pipas, ese fruto seco de cáscara tan apreciado por algunos seres humanos y aves de bonito colorido, por su salado sabor y su entretenido y habilidoso pelar y masticar, es considerado por una gran parte de la sociedad, en la que me incluyo, como un molesto elemento utilizado por algunos para ensuciar calles, zonas ajardinadas, gradas de pabellones y de estadios.
La última víctima sacudida por esta amenaza fue el suelo enladrillado del hall de la entrada a un edificio comunitario. Sus cáscaras estaban siendo lanzadas a diestro y siniestro hacia el suelo como proyectiles diminutos rebozados de sustancia líquida por un joven adolescente con piquito de loro. Esos objetos repletos de muestras de ADN yacían tirados y amontonados en el suelo esperando a que el señor o la señora del edificio las depositara en el lugar que les correspondía, la basura.
Al observar tal situación, no me lo pensé dos veces. Bajé las diez escaleras de ladrillo oscuro para hablar con él. En el recorrido percibí una gran cantidad de información que interpreté rápidamente: Vacilón adolescente a las doce. Vestía unos pantalones y una camiseta negra ancha, y llevaba una gorra de esas de visera enorme por encima de la cabeza. Aquellas que cuando las ves te entran ganas de estirarlas hacia abajo y colocarlas bien. Su parloteo acompañado de movimientos a lo Dadee Yankee lo delataban. Estaba claro, era un vacilón.
Ágilmente y dando el último paso, descendí en cámara lenta por el último peldaño. Me acerqué a él, le puse mi mano derecha sobre su hombro izquierdo con firmeza y le dije:
- Oye chico, yo se que eres adolescente y necesitas saltarte la norma para sentirte mas importante, pero lo de tirar las pipas en el suelo no me parece nada bien porque…
El “vacileta” interrumpió mi discurso en formato pecha-cucha en la primera diapositiva. ¿Cómo? ¿El pipas se disponía a torcer el discurso que había planificado unos segundos antes?, ¿Cómo se atreve?, ¿Encima me va a vacilar más?
El joven en efervescencia me estaba intentando decir algo. Yo no le entendía y le pregunté:
– ¿Qué me dices que no te oigo?
– Que si tienes una escoba pues lo barro…
Mis oídos no daban crédito a lo que estaba sucediendo. ¡Dios! ¡Que lo va a barrer! Ni corta ni perezosa reaccioné ante la sorpresa repentina y le dije:
- ¡Pues sí que tengo una! Ven conmigo que te la doy.
Subí, de nuevo, esa decena de escalones. Yo, en primera fila y él, en segunda posición. Como no daba crédito a lo sucedido, giré mi vista para comprobar que seguía allí y que no saldría corriendo como un animal herido.
Una vez arriba le cedí una escoba de palo ergonómico de primera calidad con pelaje verde lima, volvimos juntos al campo de trabajo y empezó a barrer. Con estilo ratita presumida y peculiar estilismo, sin lazo, pero con gorra barrió meticulosamente todo ese cementerio de pipas.
- ¿Como te llamas? – Le pregunté-
- Gabriel -Respondió-
- Tengo que decirte que me has sorprendido gratamente. Me ha sorprendido tu reacción y… debo felicitarte.
- ¿Por qué? Es lógico. Yo lo ensucio, yo lo barro.
Cuando finalizó el trabajo me devolvió la escoba y le dije:
- Gracias Gabriel. ¡Que sepas que recordaré esto toda la vida! Y… Si vuelves por aquí, ya sabes, ¡las pipas a la basura!
A menudo suceden cosas en nuestro día a día que, ya sea por las emociones que aparecen o por las consecuencias que genera una determinada acción, las aprendemos rápido y se instalan en nuestra memoria. Nada más hace falta que ocurra algo distinto a aquello que esperamos, algo impredecible para que lo recordemos mejor. En palabras de Morgado (2014) “La propia experiencia y los resultados de experimentos recientes nos muestran que eso puede no ser suficiente, y que para que la asociación entre dos estímulos se establezca con fuerza y sea consistente es necesario que quien aprende detecte una discrepancia o cierto grado de sorpresa entre lo que supone o espera que ocurra tras el primer estímulo y lo que realmente llega con el segundo” (p.34). Esta diferencia entre lo esperado y lo ocurrido recibe el nombre de error de predicción.
En el caso de las pipas, que Gabriel reaccionara de manera inesperada a la que se predecía, provocó un error de predicción, porque se produjo una diferencia entre lo que yo esperaba (contestar mal) y lo que realmente paso (pedir una escoba).
¿Por qué aprendemos mejor ante la sorpresa?
Porque las neuronas del área tegmental ventral del mesencéfalo liberan mas cantidad de neurotransmisor dopamina en lugares de la base del cerebro, como el núcleo accumbens. Por tanto, las sorpresas o las recompensas inesperadas hacen que se activen intensamente esas neuronas y liberen dopamina.